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lunes, octubre 7, 2024

Creación, humor, pensamiento y salteñidad en el Cuchi Leguizamón

En esta mitad del nuevo siglo, la figura del Cuchi se ha convertido en un símbolo de nación y de cultura. 

Su música es la base para acceder al universo del hombre de nuestra región, una puerta maravillosa.

Hoy hubiera cumplido 100 años el Cuchi Leguizamón. Pianista, compositor, abogado, poeta, narrador, rugbyer, docente, fiscal, legislador, humorista, era sobre todo un pensador del mundo. Pero no uno cualquiera, sino uno que había comprendido el mecanismo invisible de las cosas mientras saboreaba una empanada desde la esquina de la plaza 9 de Julio. Un salteño único, una singularidad del espacio-tiempo surgida en el Valle de Lerma, un 29 de septiembre de 1917 y concluida el 27 de septiembre del año 2000.

Venía de una familia de prosapia. Hijo de José María Leguizamón Todd y María Virginia Outes Tamayo, entre sus antepasados ilustres se cuentan desde la heroína criolla Martina Silva de Gurruchaga, al terrible virrey Toledo. Esa gimnasia social le permitió desplazarse por los vericuetos de las clases tradicionales evitando rebaños y reglamentaciones visibles e invisibles, munido con el arma del humor. Así, en plena dictadura dio conferencias clandestinas sobre “Los Opas” en los fondos de la librería “El Colegio”; rechazó, con su compinche Manuel Castilla, la invitación para almorzar con Videla como otros artistas, aduciendo un “concierto en Yokohama”, y otras fantásticas gambetas varias. Mientras tanto, esto le permitió rodearse de amigos excepcionales con quien creó bromas monumentales y uno de los cancioneros más bellos de la música popular del mundo.

Se recibió de abogado en La Plata en 1945, donde conoció a Grombowitz. 

 “La vida, en el mundo entero, tiene un secreto provinciano…”, decía, ya satisfecho, armando un acullico poderoso, milenario, que lo unía a la tierra, sus productos, sus gentes. A cada uno los conocía como a esas hojas de sabores y saberes que llevaba siempre veladas bajo el gesto elegante. Y como un demiurgo criollo supo reunirlas a todas en un sonido único, de pura cepa. Una música personal nacida del juego y la profunda ilustración, que finalmente tuvo el destino de renovar el canto popular argentino. Recién a 17 años de su muerte comienza a comprenderse masivamente, tanto entre autores e intérpretes como entre academias y claustros, la importancia de la obra que creó Leguizamón. Desde lo artístico, sin dudas, pero también desde lo político, lo filosófico y lo íntimo.

En cada uno de sus gestos se revela un hombre despierto a la plena consciencia de habitar un mundo total en el Valle de Lerma. “Mi sabiduría viene de esta tierra”, supo resumir Castilla al respecto. Los suyos fueron años de renombrar las cosas. Un tiempo edénico en el que Miguel Lillo revelaba una flora y una fauna única desde el NOA para el mundo, Rodolfo Kusch diferenciaba el “estar” americano del “ser” europeo, Luis Pretti descubría los colores de las selvas y el poeta Luis Felipe se quedaba varado en Salta con el Cuchi y sus amigos, por tres años consecutivos. “Este valle tiene sirenas”, decía el español, mirando la ciudad que no atinaba en abandonar, mientras la barra de poetas y músicos le hacían otra despedida fallida con serpentinas y cohetes en la punta del Portezuelo.

En más de un momento de sus sonidos y de sus palabras, se piensa: “El Cuchi es Salta, Salta es el Cuchi”. Porque para siempre en esos acordes se reconocen la ciudad y sus olores, sus aceras tambaleantes, sus personas, hasta la forma de respirar a 1.152 m s. n. m. Pero también las certezas y las sombras del hombre de la región, atrapado entre tantos mundos, después de la disolución y reorganización de pueblos, fronteras y culturas enteras.
Y ahí está esa tracción que empuja su obra y su pensamiento, porque parte desde el fondo de nuestra historia y se universaliza con el Cuchi. Esto le da su certeza y también su exquisitez. Con la obra del Cuchi, la confluencia de la afro, euro e indo América se puede saborear como a su gastronomía estrambótica “para espíritus errantes”.

Es autor de más de medio centenar de piezas musicales registradas, varias de ellas sinfónicas. Trabajó con las grandes voces poéticas de su tiempo como Jaime Dávalos, Manuel Castilla, Antonio Nella Castro, Miguel Ángel Pérez e incluso musicalizó a Borges y a Pablo Neruda. Sin embargo tiene sólo dos discos propios. La mayor parte de su obra fue grabada por el Dúo Salteño, principalmente, y por otros intérpretes. Aún falta dar a conocer muchas de sus creaciones.
Organizó recitales surrealistas donde se mezclaban los campanarios de la ciudad y el pito de los trenes. Maduro ya, actuó en el filme “La redada” de Rolando Pardo, al que musicalizó. Se casó con Ema Palermo, fallecida recientemente, con quien tuvo cuatro hijos: Juan Martín (1961), José María (1963), Delfín Galo (1965) y Luis Gonzalo (1967). Poco a poco, las dolencias de su edad -la vista, los pulmones- fueron minando su salud y su memoria, a medida que crecía su leyenda entre los nuevos músicos. Al final, se fue sin mucha despedida. Su carcajada de retumbo, todavía espanta a las palomas de la plaza.
 

 

 

Fuente: Daniel Sagarnaga El Tribuno

 

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