Vendió su espacio como “la opción provincial”. Juró que no se subordinaba a nadie y terminó, como siempre, arrodillado ante el poder de turno.
Gustavo Sáenz protagoniza, una vez más, una escena ya demasiado conocida en la política salteña: la del falso opositor que promete independencia y termina obedeciendo. Durante la campaña para diputados y senadores nacionales, se cansó de repetir “primero los salteños”. Pero apenas terminadas las elecciones, su discurso cambió por arte de magia: ahora habla de “diálogo y consenso” y “acompañar las reformas” que impulsa Javier Milei. La estafa quedó consumada.
Sáenz no solo traicionó su palabra, traicionó a quienes creyeron en una voz distinta, en una provincia que no se arrodilla. Lo que se presentó como un proyecto federal terminó siendo un nuevo apéndice del poder nacional. De la defensa de los intereses salteños pasó a defender la reforma laboral y tributaria del Presidente libertario. El mismo Sáenz que decía “Ni Cristina ni Milei, Salta es Salta”, hoy se muestra servicial, sonriente y obediente. Sobre todo después del encuentro que el presidente mantuvo ayer con varios de los gobernadores “aliados”.
No es la primera vez que lo hace. Su historia política está plagada de alianzas fugaces y traiciones planificadas. Así fue con Pablo Outes, con Pamela Calletti, con Yolanda Vega. Los usó como piezas de su tablero personal, negociando sus votos como quien cambia estampitas. Como contrapartida le ofrecieron beneficios que nunca llegaron. La lealtad, para Sáenz, dura lo que dura un resultado electoral.
El gobernador convirtió la política en un trueque de conveniencia: votos por migajas, apoyos por favores, silencio por supervivencia. En esa lógica, todo se negocia, incluso la dignidad. Y lo peor es que el electorado salteño vuelve a ser el gran estafado, víctima de un discurso hueco que se repite elección tras elección.
Tras los comicios, Sáenz volvió a la Casa Rosada a lo de siempre: acomodarse, sonreír y esperar su tajada. Pero esta vez, la jugada ya no engaña a nadie. Porque detrás del disfraz del “dialoguista” se esconde lo que realmente es: el símbolo de una política cínica y, sobre todo, oportunista.
