No cabe duda alguna de que la Quinta Sinfonía en do sostenido menor de Gustav Mahler (1860–1911) es un coloso de contrastes. El viernes pasado en el Teatro Provincial con motivo de la apertura de su Temporada 2025, la Orquesta Sinfónica de Salta, dirigida por su director titular, el maestro colombiano Jorge Mario Uribe, escogió esta obra en un acto de ambición genuina, un desafío que la formación abordó con respeto y oficio.
La marcha fúnebre inicial, con esa fanfarria lacerante de la trompeta, mostró a una sección de metales disciplinada, aunque algo contenida en expresividad. El maestro Uribe optó por un tempo mesurado, privilegiando la claridad del tejido contrapuntístico sobre el ímpetu trágico. Si bien los violoncellos y contrabajos lograron ese arrastre fúnebre tan característico de este movimiento, hubo cierta frialdad en los episodios líricos de las maderas, episodios que evocan la esperanza brotando con la vulnerabilidad de un susurro.
El segundo movimiento reveló fortalezas y limitaciones del enfoque interpretativo. El complejo de articulaciones y disonancias en las cuerdas mantuvo ese filo de angustia que exige la partitura. Sin embargo, la sección central, en fa menor a cargo de los violoncellos, perdió intensidad por una excesiva pulcritud, como si el miedo a caer en la desmesura romántica -o la escasez de ensayos- hubiese domado la visceralidad mahleriana.
El Scherzo, tercer movimiento, el corazón de la sinfonía a partir del cual fue concebida como un todo, evidenció la tensión entre lo puramente académico y el exceso dionisíaco. Los cornos, encargados de guiar la danza entre lo pastoral y lo grotesco, oscilaron entre pasajes de gran belleza y brillantez tímbrica y momentos de notable fragilidad en los registros agudos. El maestro Uribe delineó con precisión los cambios métricos, pero la falta de fluidez en los tríos, especialmente en el segundo, diluyó el contraste entre lo mundano y lo trascendente. La coda, que exhibe el contrapunto de todos los motivos presentados en el movimiento, sonó más a ejercicio de destreza que a la epifanía caótica esperada que, por otro lado, anticipa el clímax final.
El Adagietto, tan celebrado y hasta trivializado en la cultura popular, fue abordado con una contención de gran elegancia, sello propio del maestro. Fue, con diferencia, lo mejor de la noche. Las cuerdas, con un dominio absoluto en la paleta de pianos, tejieron un velo de nostalgia, mientras la extraordinaria y poderosa presencia del arpa dosificó sus arpegios con mesura lo que otorgó el misterio necesario para el clímax de este movimiento: aquel sobreagudo en pianissimo de los violines que condujo a la audiencia a un verdadero éxtasis contemplativo, que se evidenció en el más absoluto silencio del público, como si estuviera conteniendo la respiración colectivamente, algo muy poco frecuente en el Teatro Provincial de Salta.
El Rondó-Finale, con su jubiloso contrapunto, encontró a la orquesta en su mejor momento. Los vientos de madera brillaron y los metales, ahora ya más desinhibidos, coronaron la apoteosis de un modo altamente satisfactorio. Sin embargo, aquí se hizo patente la desconexión entre movimientos: la redención final, en lugar de surgir orgánicamente como consecuencia de las tinieblas previas, sonó a conclusión impuesta y no conquistada.
El maestro Uribe demostró dominio en la arquitectura general, pero su lectura pecó de academicismo en los pasajes que demandan más riesgo expresivo. La orquesta, aunque competente en lo técnico, no siempre trascendió la ejecución para alcanzar a la emoción. Desde mi percepción hubo una excesiva fidelidad a la partitura en detrimento del fundamento filosófico de la obra, aquel diálogo entre muerte y redención que conforma su columna vertebral.
No obstante, el concierto fue un testimonio muy respetable y válido de devoción mahleriana; pero no fue una revelación. La Sinfónica de Salta, tal vez una de las mejores formaciones de la Argentina, reafirmó su solidez técnica, pero aún debe aprender a convivir, más que a ejecutar, las contradicciones de este tipo de repertorio. En un mundo altamente competitivo donde las Quintas suelen ser monumentos de piedra o confesiones del alma, esta versión se inclinó hacia lo primero, dejando entrever, tras sus muros, destellos de la intimidad que pudo ser.
Por Flavio Geréz / El Tribuno
Miembro de la Asociación de Críticos Musicales de la Argentina